Hay que darse cuenta de que cada año somo trescientos sesenta y cinco días más viejos.
De que con cada vela que apagamos se van recuerdos inolvidables, esos que te hacen tener una sonrisa y de otros en los que probablemente se te caiga una lágrima.
Y parece que no, pero nos hacemos mayores y nos damos cuenta de que madurar no es sólo cosa de frutas. Que con cada año abrimos un poco más los ojos y empezamos a tener en cuenta el mundo que nos rodea. Nos acercamos a ser adultos y dejamos de ser adolescentes locos con ansias de fiesta. Porque los años pasan y aunque las clases sean aburridas y parezcan una eternidad, cuando realmente te quieres dar cuenta, un año ha pasado y aunque crees que todo sigue igual, que la rutina no ha cambiado y que el mundo sigue de la misma manera que estuve ayer, piensa que te engañas a ti mismo.
Las cosas cambian sin darnos cuenta, a una velocidad que ni la luz puede adelantar.
Este texto lo escribí el día de mi cumpeaños, y aunque ya haya pasado algo más de un mes desde que lo escribí me apetecía subirlo. Espero que os haya gustado.