domingo, 29 de marzo de 2020

Espera

Miro a mi madre con los ojos llenos de lágrimas, su iris lleno de cólera.
El miedo a sentirse huérfana tras pensar que todo es sempiterno. 
Cuando la veo así, con la lluvia en sus córneas y el frío agitando la ventana, pienso en su niñez. 
La fortaleza del ser humano a veces se siente debilitada. 
Hay monstruos acechándonos. 
Hay monstruos tras ella. 
Una risa que invade los cristales de sus seis años con el vestido de seda traído de Alemania. 
Con la mirada más tierna que produce el desconomiento, la inocencia de la infancia. 
Es entonces cuando me sumerjo en el tacto y acaricio su espalda intentando susurrar que todo irá bien, aunque piense lo contrario, pero mi boca se llena de la nada. Puedo sentir cómo enmudezco. 
Pienso en que no expresar dolor no quiere decir no sentirlo. 
No quiere decir que no sufras ni que el llanto no se haya apoderado de ti en una madrugada donde hay silencio en las calles. 
Ni que los ruidos de humanos proclamando un final que no es el tuyo no te haya roto en mil pedazos. 
La ausencia llena la ciudad y el interior de cuerpos que se deterioran con el tiempo, aguardando su malformación. 
¿Qué nos queda cuando creemos perderlo todo?
Nada más que cenizas y ruinas. 
Destrozos de lo que pudiste ser y no eres. De aquello que pudimos hacer y permanecimos inmóviles. 
Esperando que alguien nos gritara que el final aún es lejano y que todavía quedan días en nuestra cuenta atrás. 
Citando la ovación de después de corrernos.
La proclamación de uno mismo. 
Nuestra propia sublevación a aquel paraíso particular de egocentrismo, que es por tanto, la involución del ser. 
Ruego cada día la paciencia para poder soportar la espera. 
Para poder aclamar que me hundí con mis pedazos pero salí a flote tras el nado. 
Que pude inhalar aire tras alcanzar la superficie. 
Que mi bocanada estaba llena de oxígeno. 
Sobretodo, que no dejamos que esto nos hundiera. 
Pero mi casa está a la deriva desde que no veo sonreír a mi madre y los días grises impiden ver el atardecer a las ocho de la tarde. 
Busco en mi interior e intento poner nombre a mis sentimientos, intento caracterizar las cosas importantes mientras bebo una birra y me fumo un cigarro de pueblo observando aquella foto en la que os dáis un beso. 
Las manecillas avanzan y parece que todo se detiene, sólo quedamos yo y la muerte mientras el ruido blanco de la noche incide bruscamente en mi vientre.